viernes, 25 de marzo de 2011

La línea curva del tiempo

"No me gusta porque lo ha hecho un arquitecto extranjero, ¿es que no hay buenos arquitectos en esta ciudad?". "Qué material más raro, no hay ningún edificio en Sevilla construido de esta manera". "Es demasiado grande en comparación con las casas que tiene alrededor". "Está costando demasiado caro". Un grupo de comerciantes paraba por un momento su actividad en las Gradas de la calle los Alemanes, para observar las bóvedas de esa nueva catedral gótica que se estaba construyendo.
611 años más tarde, la ciudad repite el mismo debate. La línea del tiempo tiene poco de rectilínea y se convierte en una suave curva que, sin darnos cuenta, nos lleva al mismo punto de donde salimos, una y otra vez.
Al igual que aquellos maestros de obras franceses, alsacianos y bávaros; el arquitecto alemán Jurgen Mayer, se ha atrevido a traer a nuestra eterna Híspalis una manera de construir desconocida hasta el momento. El gótico en el que se comenzó a levantar el templo metropolitano allá por 1400 era tan ajeno a nuestro país como la escultura-arquitectura de la plaza de la Encarnación. Sevilla, sin embargo, se cubrió con ese maquillaje que tanto le gusta usar y hoy nos parece que no hay nada más sevillano que un arco ojival.
¿Madera? ¿Cuándo se ha visto un edificio de madera en la capital de Andalucía? Eso mismo debieron de pensar nuestros tatarabuelos cuando vieron llegar las piedras traídas desde El Puerto de Santa María a una ciudad acostumbrada a construir en ladrillo.
Pero una vez más Sevilla se reinventa a si misma. Y para hacerlo, la ciudad debe dejar de oir por un momento las críticas de los sevillanos, que poco después se transformarán en halagos. No en vano, Sevilla siempre ha asumido los cambios más importantes de su Historia dejando de lado a los propios sevillanos. Cuando cambió de religión, lo hizo en soledad. Necesitó dos días de conversión. "¡Oh! Maravilla,Sevilla sin sevillanos" Los musulmanes abandonaron la ciudad y no fue hasta dos días después cuando Fernando III entró en ella acompañado de los castellanos. La Isbilyya musulmana se convirtió en la "Sevilla de María Santísima".
¿En qué nos transformará ahora Metropol Parasol? ¿Seremos algo diferente después de su inauguración? Está claro que no. Sevilla seguirá siendo la misma: "Roma triunfante en ánimo y grandeza" como dijo Cervantes. La extraña forma de Metropol asombrará a foráneos y propios. Y esa vieja dama que es Sevilla, orgullosa, volverá a sonreir sabiéndose vencedora. Su poder, una vez más, transformará la línea recta del tiempo en una curva suave. Su sonrisa, lejos de ser vertical, tendrá la sinuosa forma de un arco ojival o de una bóveda de Metropol.

jueves, 10 de marzo de 2011

Escapar del trampantojo

Una mentira nunca se convierte en verdad a fuerza de repetirla muchas veces. ¿O si?
Existe en la Historia del Arte una técnica llamada trampantojo (trampa ante el ojo) que consiste en engañar a la vista jugando con las perspectivas y con los juegos ópticos. Esta, como otras tantas cosas, también fue inventada por los griegos. Cuenta la leyenda que, en la Grecia antigua, existían dos pintores reconocidísimos: Zeuxis y Parrasios. Se organizó un concurso para descubrir cual de los dos era mejor como artista. Zeuxis presentó una pintura en la que se representaba a un niño con unas uvas. El realismo era tal, que unos pájaros se acercaron a picotear los frutos. Zeuxis, que se creía ya vencedor, le dijo a su oponente que retirara la tela que cubría su pintura. Parrasios le pidió que lo hiciera él mismo, descubriendo éste al acercarse que la tela no era real, sino que estaba pintada. El vencido no pudo sino reconocer su derrota diciendo: "Yo he engañado a unos pájaros, pero Parrasios me ha engañado a mi."
El artista heleno había creado una fantasía, un espejismo, una ficción. Y es que la ilusión es todo eso a la vez. Es verdad que ilusión es sinónimo de esperanza y de anhelo. Cuando queremos que algo ocurra nos ilusionamos, ponemos nuestras expectativas en ello. ¿Pero son reales nuestras ilusiones? ¿Estamos engañándonos a nosotros mismos? ¿Confundimos realidad y deseo? Quizás estamos creando un trampantojo detrás del que escondemos todas nuestras inseguridades, nuestras frustaciones y miedos. Zeuxis engañó a unos pájaros, Parrasios confundió a otro hombre, pero nosotros, sin duda, ganamos el concurso. Hemos superado todo lo imaginable: nos hemos engañado a nosotros mismos. 
Se habla de la ilusión de los niños en el día de Reyes y no de su felicidad. Está muy bien escogido el término: ilusión. Porque ese sentimiento de euforia no está fundamentado en la realidad sino que se alza sobre una mentira. Nuestras expectativas de la infancia se construyen sobre imposibles.
¿Es nuestro mundo actual el que soñamos de niños? Nadie nos avisó de lo dificil que sería conseguir un trabajo y de las duras pruebas que tendríamos que soportar una vez lo conseguimos. Cuando eramos pequeños solo nos preguntaban "¿qué quieres ser de mayor?" y estoy seguro de que nadie respondió "Mileurista, chico para todo ninguneado o pringado que curra los fines de semana". Cuándo en las esfervescencias adolescentes imaginabas tu futuro en pareja, nadie pensaba en los frustrantes rolletes de una noche, ni en las peleas interminables, ni en la soledad más absoluta. Todos creíamos firmemente en la ilusión de un amor verdadero y para siempre.
Llegados a este punto ya no sabemos si creer en la ilusión del paisaje de nuestra vida que hemos pintado. Ante este mar de dudas solo caben dos soluciones. Por un lado, podemos actuar como si no fueramos conscientes de esta farsa y continuar con la representación. ¿La alternativa? La alternativa es huir del trampantojo, romper el cristal protector de nuestro cuadro y afrontar que la realidad está fuera del lienzo.

viernes, 4 de marzo de 2011

Soledad 2.0

En este blog sobre arquitectura parece inevitable hablar en algún momento de los arquitectos de la palabra: los escritores. Existen ciertos autores sobre los que se escribe mucho, se dice, se comenta y a los que nunca se les lee. Todo el mundo puede citar la primera frase del Quijote sin haber pasado nunca de la primera página. Pues con el francés Marcel Proust ocurre lo mismo. Su En busca del tiempo perdido es citada en algún momento por todo gafapasta o cultureta que se precie. Pero pocos son los que hasta el momento han tenido el valor de leer sus más de 3.000 páginas a las que su autor dedicó quince años de su vida.
Proust habla sobre muchas cosas en su novela. Desde luego no dejaría temas pendientes por falta de espacio... Pero puede decirse que a lo largo de toda su obra (tanto la que escribió como la que vivió) hay una constante: la solitude.
¿Qué es la Soledad? Aislamiento, abandono, retiro, incomunicación, separación, desamparo, encierro, clausura, destierro, melancolía, nostalgia, añoranza, tristeza... Esas son las (nada positivas) acepciones que wordreference reserva para la palabra soledad. Pero, ¿es mala la soledad? Es evidente que el ser humano ha nacido para ser sociable, para relacionarse y para disfrutar de la compañía de los demás. Hemos montado toda esta complicada estructura de convivencias: familias, amigos, compañeros de trabajo, vecinos, paisanos y, por si no era poco, amigos virtuales, seguidores de twitter, contactos de messenger y perfectos desconocidos con los que compartimos, aunque nunca hayamos estado en la misma habitación, buena parte de nuestro tiempo.
A veces proyectamos en esas personas, tanto las que conocemos como a las que no, nuestros deseos, ilusiones y vanidades.
¿Se puede estar solo y rodeado de gente? Las grandes aglomeraciones metropolitanas de millones y millones de almas solitarias demuestran que si. El dramatismo se materializa  en esas personas mayores cuyo cadáver es descubierto por la policía días después de su muerte, sin que nadie los echara de menos, solo alertados los vecinos por el olor que desprendía su casa. Pero, sin necesidad de llegar a esos casos extremos, hemos creado una sociedad de solitarios.
La soledad no implica necesariamente ser un ser asocial, que nunca tiene contacto con los otros o que pasa las horas encerrado en casa. Se puede estar rodeado de gente, mantenerse ocupado con millones de cosas y contar con un nutrido grupo de "amigos". Nos dejamos llevar por las inercias, vas conociendo a personas con las que te resulta cómodo pasar el tiempo y se crean rutinas que no dejan de ser falsos momentos compartidos. ¿Compartimos realmente? ¿Nos atrevemos? Pocas personas a nuestro alrededor conocen nuestros verdaderos pensamientos o sentimientos. Hay veces que ni siquiera nos las confiamos a nosotros mismos, apartándolas, desterrándolas para evitarnos un disgusto.
Nuestra sociedad nos ha condenado a no profundizar nunca en esas relaciones. A mantenerlas siempre en el límite justo de la superficialidad para no establecer un compromiso demasiado delicado y que nos deje en mal lugar. Nos hemos convertido en individualistas, egoistas y conformistas.
Proust escribía: “Nos comunica alguien su enfermedad o su revés económico, lo escuchamos, lo compadecemos, tratamos de reconfortarle y volvemos a nuestros asuntos. ¡Qué solas estamos las personas!”.
No estamos tan solos... Nos tenemos a nosotros mismos. El problema es que hay personas que ni siquiera tienen una estrecha relación consigo mismo. Pero, como dice la sabiduría popular "el día que te mueres muere tu mejor amigo". Si no sabemos cuidarnos a nosotros mismos, algo falla. Entonces si que caerá sobre nosotros el amargo peso de la soledad.
"A veces estamos demasiado dispuestos a creer que el presente es el único estado posible de las cosas".
Marcel Proust.