viernes, 4 de marzo de 2011

Soledad 2.0

En este blog sobre arquitectura parece inevitable hablar en algún momento de los arquitectos de la palabra: los escritores. Existen ciertos autores sobre los que se escribe mucho, se dice, se comenta y a los que nunca se les lee. Todo el mundo puede citar la primera frase del Quijote sin haber pasado nunca de la primera página. Pues con el francés Marcel Proust ocurre lo mismo. Su En busca del tiempo perdido es citada en algún momento por todo gafapasta o cultureta que se precie. Pero pocos son los que hasta el momento han tenido el valor de leer sus más de 3.000 páginas a las que su autor dedicó quince años de su vida.
Proust habla sobre muchas cosas en su novela. Desde luego no dejaría temas pendientes por falta de espacio... Pero puede decirse que a lo largo de toda su obra (tanto la que escribió como la que vivió) hay una constante: la solitude.
¿Qué es la Soledad? Aislamiento, abandono, retiro, incomunicación, separación, desamparo, encierro, clausura, destierro, melancolía, nostalgia, añoranza, tristeza... Esas son las (nada positivas) acepciones que wordreference reserva para la palabra soledad. Pero, ¿es mala la soledad? Es evidente que el ser humano ha nacido para ser sociable, para relacionarse y para disfrutar de la compañía de los demás. Hemos montado toda esta complicada estructura de convivencias: familias, amigos, compañeros de trabajo, vecinos, paisanos y, por si no era poco, amigos virtuales, seguidores de twitter, contactos de messenger y perfectos desconocidos con los que compartimos, aunque nunca hayamos estado en la misma habitación, buena parte de nuestro tiempo.
A veces proyectamos en esas personas, tanto las que conocemos como a las que no, nuestros deseos, ilusiones y vanidades.
¿Se puede estar solo y rodeado de gente? Las grandes aglomeraciones metropolitanas de millones y millones de almas solitarias demuestran que si. El dramatismo se materializa  en esas personas mayores cuyo cadáver es descubierto por la policía días después de su muerte, sin que nadie los echara de menos, solo alertados los vecinos por el olor que desprendía su casa. Pero, sin necesidad de llegar a esos casos extremos, hemos creado una sociedad de solitarios.
La soledad no implica necesariamente ser un ser asocial, que nunca tiene contacto con los otros o que pasa las horas encerrado en casa. Se puede estar rodeado de gente, mantenerse ocupado con millones de cosas y contar con un nutrido grupo de "amigos". Nos dejamos llevar por las inercias, vas conociendo a personas con las que te resulta cómodo pasar el tiempo y se crean rutinas que no dejan de ser falsos momentos compartidos. ¿Compartimos realmente? ¿Nos atrevemos? Pocas personas a nuestro alrededor conocen nuestros verdaderos pensamientos o sentimientos. Hay veces que ni siquiera nos las confiamos a nosotros mismos, apartándolas, desterrándolas para evitarnos un disgusto.
Nuestra sociedad nos ha condenado a no profundizar nunca en esas relaciones. A mantenerlas siempre en el límite justo de la superficialidad para no establecer un compromiso demasiado delicado y que nos deje en mal lugar. Nos hemos convertido en individualistas, egoistas y conformistas.
Proust escribía: “Nos comunica alguien su enfermedad o su revés económico, lo escuchamos, lo compadecemos, tratamos de reconfortarle y volvemos a nuestros asuntos. ¡Qué solas estamos las personas!”.
No estamos tan solos... Nos tenemos a nosotros mismos. El problema es que hay personas que ni siquiera tienen una estrecha relación consigo mismo. Pero, como dice la sabiduría popular "el día que te mueres muere tu mejor amigo". Si no sabemos cuidarnos a nosotros mismos, algo falla. Entonces si que caerá sobre nosotros el amargo peso de la soledad.
"A veces estamos demasiado dispuestos a creer que el presente es el único estado posible de las cosas".
Marcel Proust.






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